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Los nombres del teatro

  • Por Joel Bulnes
  • 13 sept 2016
  • 3 Min. de lectura


¿Cómo defines tu quehacer dentro del teatro? ¿Eres gente de teatro, teatrero o treatrista; dramaturgo o dramaturgista? ¿Importan los nombres? y si es así, ¿hasta qué punto son importantes? Personalmente creo que sí importan. Si uno se define como “teatrero”, resalta voluntaria o involuntariamente el carácter festivo (e informal) de su oficio, y de paso emparienta a la ya de por sí desprestigiada ocupación, con otras más o menos afines como la de los titiriteros, los volatineros, los toreros y...los rateros, todas ellas ocupaciones que requieren de arte y maña.

Si, en cambio, uno opta por identificarse como “teatrista”, por supuesto que será considerado con algo más de seriedad que un “teatrero”, porque la palabra “teatrista” ya implica más o menos un “dígame licenciado”. Esta opción le concede cierta notoriedad social al que la elige porque le da un aire de científico o como de analista a su portador: el “teatrista” es un poco como el anatomista o como el ortopedista o el dentista, pero también curiosamente, como la más anhelada de todas las ocupaciones posibles: la de artista. Digamos que el sufijo -ista implica un grado de pericia superior al que requiere una ocupación que termina en el modesto sufijo -ero, al menos en el imaginario social.

Los nombres importan en la medida que definen o ayudan a definir funciones y por ende a delimitarlas de manera que no se traslapen ni se estorben unas con otras cuando se hace un trabajo colectivo como en el teatro. Los alemanes, por ejemplo, distinguen entre el “dramatiker” y el “dramaturg”, siendo el primero el que escribe los dramas, y el segundo una especie de crítico interno, de consejero literario y teatral, ocupación que se ha traducido al español con el estrambótico nombre de “dramaturgista” que, como hemos visto, suena respetable, pero la pregunta es si en nuestro país seríamos capaces no sólo de tolerar a un crítico interno y consejero teatral sino de pagarle un sueldo.

¿Y qué sucede hoy en día con los dramaturgos, entendidos como autores de dramas? ¿No resulta ya este nombre un poco anticuado, hoy que sabemos que el teatro y el drama no son necesariamente la misma cosa, es decir, que hay teatro sin drama, o para decirlo en otras palabras que para hacer teatro no necesitamos de un texto dramático y ni siquiera de un texto a secas? ¿No deberíamos hallar nuevos nombres para definir funciones parecidas? Podríamos emplear una palabra como “Parlamentador” o como “Parlamentista” para definir la actividad de los que escriben parlamentos teatrales, pero correríamos el riesgo del parecido con la actividad política del ministro o parlamentario. ¿Qué tal dialoguista? Tal vez, pero a lo mejor nos quedaríamos cortos. Algún otro podría definirse como “Detonador teatral”, expresión que describiría bastante bien lo que se espera hoy en día de un texto para la escena, pero por desgracia suena un poco bélico, además de que no define a la persona sino a la cosa. Nadie se sentiría muy orgulloso de llamarse a sí mismo “detonador”, aunque a todos los autores nos interesa que nuestros textos “detonen” algo en alguien.

¿Qué tal si optáramos por llamar “posdramaturgo” a la persona que hoy en día se encarga de escribir el detonador para la escena? Habría que cuestionar su necesidad, pero creo que así podríamos conservar, para lo que pudiera servirnos, a la figura viejita del dramaturgo, al mismo tiempo que distinguiríamos entre la práctica antigua y la contemporánea.


 
 
 

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